Salí de Laredo en 1960 recién cumplidos los seis años. Siempre quise regresar, pero, por alguna cosa u otra nunca me fue posible. Fue hasta el ultimo diciembre del siglo cuando pude otra vez recorrer sus calles. Laredo no me reconoció a primera vista, ni yo tampoco lo reconocí, yo estaba muy cambiado y él demasiado grande. Salvo algunas cosas, para mi era el perfecto desconocido.
Mientras me encaminaba a mi casa natal en una esquina del centro de la ciudad, caía una llovizna menuda y helada. Ya no estaba mi casa ni las de los vecinos, las habían derrumbado. En su lugar estaba instalada una gran pulga. Era entre semana y la pulga yacía cerrada, los grandes nogales me aseguraban estar en el lugar correcto. Además de los nogales había otros árboles desconocidos, y, abajo de ellos protegiéndose de la llovizna estaba un loco.
Me puse a platicar con el loco, a contarle mis recuerdos. En realidad platicaba solo, el loco sólo me miraba y se reía, pero eso no me importaba, le conté muchas cosas y entre tantas sobresalió una:
-Poco antes de abandonar Laredo, una mañana calurosa después de una fuerte lluvia, el patio de la casa quedo inundado, es decir donde estamos parados ahora. Alguien me había regalado muchos veintes, de aquellos de cobre. Por un rato anduve jugando con ellos hasta que decidí sembrarlos, los sembré todos en este terreno.-
El loco se puso serio, comenzó a convulsionarse y metió sus manos en los bolsillos. Hizo sonar unas monedas estrepitosamente, luego saco un puñado de aquellos veintes antiguos todos lustrosisimos y me los daba mientras me decía entre convulsiones y un grueso hilo de baba le escurría por entre las comisuras de los labios:
-Tardo mucho tiempo en regresar señor y además vino muy fuera de temporada. La cosecha de este año fue muy buena, pero no importa, son suyos, tome, tome, agárrelos por favor.-