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La maldición del tercer mundo

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La maldición del tercer mundo

Tenía la maldición del tercer mundo: jodido, sin dinero y con un hambre congénita que lo perseguía como solo la sombra sabe perseguir. Lo acompañó desde siempre, aun antes de nacer. En esa conjunción de espermatozoide y ovulo que se llevó a cabo no por la naturaleza, sino porque si, por esa ansia enorme de permanecer en la nada, de seguir siendo aun sin ser.

Muchos seres nacen marcados, este nació preñado, con una hambre que lo habría de acosar durante toda su existencia. Este ser no era una realidad, sino una dualidad hombre-hambre.

Al sacarlo de las entrañas de su madre, lloró, no por la nalgada que le dieron, sino de pura hambre. Ni en el tiempo de los gigantes, ni mucho menos hoy, hubo, ni hay, y ni habrá senos, por enormes que estos sean, capaces de llenar aquel ombligo.

Como las maldiciones nunca vienen solas, a los pocos días de nacer murió su madre. Les dejó como herencia a su hambre y a él, lo largo y ancho del mundo. Vivian el uno para el otro, él para saciar su hambre, y Hambre para atormentarlo a él.

La costumbre es la fuerza más poderosa de este mundo: las cosas son como las películas, o las películas son como las cosas, o la vida es como las cosas y las películas son como la vida. Y esta historia no tendría porque ser diferente.

Así fue como él se dedicó a trabajar para Hambre día y noche, entre la lluvia, el sol y el viento, mientras Hambre implacable le acortaba los caminos. Una vez Hambre lo vio herido e incapacitado para el más mínimo trabajo, entonces se le subió y lo lapidó inmisericordemente hasta casi matarlo, no lo hizo porque la misión del hambre no es matar, sino mantenerse.

Unas almas caritativas se apiadaron de él para regocijo de Hambre, y solo así, mitad vivo, mitad muerto, siguieron coexistiendo. Pero la cosa no fue siempre así. Algunas veces en las noches, y solo por poco tiempo, Hambre lo abandonaba y entonces se sentaban a platicar como lo que realmente eran: dos viejos conocidos. Él le preguntaba a Hambre:

---Dime, pues, ¿qué mal te he hecho?-- Hambre le contestaba:

---No me mires como a un defecto, soy la maldición del tercer mundo, que persigue a los jodidos como tu, desde antes de nacer hasta más allá de la muerte. Yo no soy el pecado original, esa pendejada se quita con el bautizo, yo soy indeleble. Y recuerda, hagas lo que hagas Juan te llamas. Cuando vayas a la iglesia no te eches tanta agua bendita, de veras nada ganas con remojarte.

Sucedió un buen día, Hambre, hastiado de la rutina, lo atosigo más de lo acostumbrado, le nublo la vista y le disminuyo el oído. Fue cuando él no pudo ver aquel enorme camión materialista. Él y Hambre fueron a parar bajo un par de llantas negras, casi tan negras como la suerte de él.

Hambre no era lerdo y lo comprendió al instante, fue y lo colgó como escarmiento en lo más alto de las páginas de los periódicos amarillistas. Allí estaría para siempre, a todo color, con las tripas de fuera. Tan solo para decirle al mundo que no hay vida, por jodida o agraciada que esta sea que no se pueda comprimir en un simple rechinar de llantas.

Jacinto, el cazador de ballenas

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Era viuda y gorda hasta el extremo. Cuando su marido vivía era ya una mujer robusta, y a su muerte se abandono a la comida, y comenzó a acumular carnes y más carnes. De su hombre heredó el apellido y la tienda del barrio, ella supo regentearla hasta convertirla en un prospero negocio.

Desde el gran mostrador de su tienda se dedico a mirar la vida y las generaciones una tras otra, fue de esta manera como llego a conocer la historia de cada uno de los habitantes de ese barrio.

Jacinto solo era un niño cuando La Gorda lo veía jugar al fútbol, en realidad el era uno más de esa numerosa camada. En ese entonces, viéndolo así tan inocente e indefenso, nadie se podía imaginar que con el tiempo se convertiría en el gran capo de capos y sería conocido en el bajo mundo de Juárez y a nivel nacional e internacional, con el sobrenombre de El Señor de las Ballenas.

La Gorda comenzó a ver a Jacinto de manera diferente y a sentirse atraída e interesada por ese puberto, entonces empezaron los regalitos y las sodas:

--¿Qué más quiere, Jacinto?-- le decía La Gorda:

--Así esta bien señora, gracias-- le contestaba.

Un mediodía a la hora de cerrar la tienda, La Gorda le dijo:

--Ayúdeme a cerrar las puertas, ya es hora de comer-- y él le ayudo a cerrar.

--No sea malo, ahora ayúdeme a subir estas cosas al almacén-- el subió las cosas, pero una vez allá arriba, en el sopor de la tarde, entre los bultos de arroz y de harina, La Gorda lo comenzó a acariciar, ella había soñado ese momento muchas veces durante sus largas noches de soledad; lo fue desnudando poco a poco mientras le besaba la piel, siempre dueña de la situación.

Por su parte ella con dificultad también se quitaba la ropa.

A La Gorda le extrañó el tamaño desmesurado de su miembro, demasiado grande para su corta edad, tenia las genitales cubiertas por un pequeñísimo bello rubio, el estaba en pleno xiloteo, esto la excitó aún más.

Jacinto solo veía un mar de piel embravecido con un fuerte olor a pescado y no lo pensó mucho. Hundió su enorme quilla hasta lo más profundo de aquel mar sin horizontes, lo oyó bramar, La Gorda en ese preciso instante había dejado de tener el control de la situación, ella sintió lo mismo que sintió el mar rojo cuando Moisés con su báculo divino separo sus aguas, es cierto, Jacinto no tenia un báculo, pero tenía un gran separador de carnes que le servia exactamente para lo mismo, ahora el era capitán, el gran asesino de ballenas. A partir de ese momento el instinto de capitán de goleta ballenera lo acompañaría por el resto de sus días. Después de hundir su quilla, la sacaba hasta lo más alto de las crestas de las olas de piel y nuevamente arremetía hasta las profundidades ignotas de La Gorda, ella bufaba, bramaba y mordía.

Los compañeros de escuela de Jacinto lo vieron entrar, y al no verlo salir, solidarios hicieron guardia a la puerta de la tienda, y desde ahí oyeron los gritos desaforados de ella.

De repente Jacinto sintió hundirse sin remedio en las profundidades de ese mar de piel, mientras un torrente de liquido ardiente se le escapaba de las entrañas dejándolo sin aliento; la ballena, herida de muerte, alcanzo a dar su ultimo coletazo lanzando fuera de sus brazos a Jacinto, después se dio media vuelta y comenzó a roncar.

Jacinto empapado en sudor, busco su ropa y se vistió. Con un costal de arroz vacío se froto sus genitales para quitarse el fuerte tufo a sexo, todavía con la conciencia obnubilada, sintiendo las rodillas temblarle y agarrándose de las paredes, bajo las escaleras, afuera sus compas esperaban.

--¿Qué paso, que le hiciste, como estuvo?-- le preguntaron.

--La "arponie''-- les dijo, mientras iniciaba un trote ligero rumbo a su casa, para cumplir con sus tareas cotidianas.

Un gran tambo de mierda

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Todo hombre al nacer debe cumplir con su destino, no importa cuán insignificante sea, pues a final de cuentas todos somos iguales a los ojos del creador. Esto también sucede de otra manera, es decir, cada hombre durante el transcurso de su vida debe llenar un tambo de mierda. Hay tambos con la misma capacidad, pero nunca iguales, difieren en radio y en altura, cada tambo distingue a un hombre y a solo uno. A los hombres nacidos muertos les corresponde un tonel de área A y altura cero.

Esta es la historia de un gran hombre, cuyo tambo era de gran capacidad. Cuando se dio cuenta de la existencia de el, fue a conocerlo, y al verlo casi vacío, se puso a comer y a cagar en serio; y como veía que no avanzaba gran cosa en aquello del llenado, se puso a vivir plenamente, y mientras vivió así, cago plenamente y se olvidó del tambo por años y décadas. Fue un hombre de éxito, pero cerca del final de su vida se acordó de su tambo, y pudo comprobar con horror, que ya casi estaba lleno. Sus días estaban contados... le vino un estreñimiento severo.

De ahí para adelante, comenzó a comer cada vez menos, pero el llenado inexorable de aquel tambo inmenso avanzaba. Pensó mil maneras para detener aquella sentencia, y usó todas las artimañas e influencias a su alcance, pero todo fue inútil.

Llego el momento, solo le faltaba un infinitésimo del volumen por llenar, y él, con la barriga repleta de mierda y mordiéndose los labios, se negaba a cumplir con su destino. Empezó a delirar, y en sueños se vio en cuclillas, justo en el borde de su inmenso tambo, cuidando que sus talones no se mancharan, y sin pensarlo empezó a cagar y a cagar y a cagar, no solo lo lleno sino que hasta lo desbordo. Mientras cagaba se sintió poseído de una gran paz espiritual, todo empezó con una pequeña luz blanca, él camino hacia ella, más adelante estaba el gran túnel de luz y al final el gran tambo inconmensurable de mierda.

En vida fue una gran mierda, y como suele suceder, le correspondió un gran funeral.

No hay camino seguro

El mingitorio del bar El Delirio Azul es de cemento, y es enorme, hecho a la usanza de antes, parece una alberca diminuta.

Una noche, alguien puso unos barquitos de papel dentro del mingitorio. Con la chorra intentaba hundirlos, lo conseguía solo por unos instantes, inexplicablemente volvían a la superficie. Por si fuera poco la pequeña flota navegaba contra corriente, desafiando las leyes de la hidráulica, entre enormes olas de espuma, esquivando peligrosos arrecifes de vomitada. Era como si manos expertas la guiaran en la terrible borrasca.

Iban rumbo al rincón más oscuro, lejos del sumidero, donde sentada sobre un pequeñísimo promontorio de cemento, una sirenita de enormes ojos verdes, pechos al aire y labios pintados a fuego, tocaba el laúd, mientras su voz hermosa llena de promesas intimas, le cantaba a los diminutos y aguerridos marineros.

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