Era viuda y gorda hasta el extremo. Cuando su marido vivía era ya una mujer robusta, y a su muerte se abandono a la comida, y comenzó a acumular carnes y más carnes. De su hombre heredó el apellido y la tienda del barrio, ella supo regentearla hasta convertirla en un prospero negocio.
Desde el gran mostrador de su tienda se dedico a mirar la vida y las generaciones una tras otra, fue de esta manera como llego a conocer la historia de cada uno de los habitantes de ese barrio.
Jacinto solo era un niño cuando La Gorda lo veía jugar al fútbol, en realidad el era uno más de esa numerosa camada. En ese entonces, viéndolo así tan inocente e indefenso, nadie se podía imaginar que con el tiempo se convertiría en el gran capo de capos y sería conocido en el bajo mundo de Juárez y a nivel nacional e internacional, con el sobrenombre de El Señor de las Ballenas.
La Gorda comenzó a ver a Jacinto de manera diferente y a sentirse atraída e interesada por ese puberto, entonces empezaron los regalitos y las sodas:
--¿Qué más quiere, Jacinto?-- le decía La Gorda:
--Así esta bien señora, gracias-- le contestaba.
Un mediodía a la hora de cerrar la tienda, La Gorda le dijo:
--Ayúdeme a cerrar las puertas, ya es hora de comer-- y él le ayudo a cerrar.
--No sea malo, ahora ayúdeme a subir estas cosas al almacén-- el subió las cosas, pero una vez allá arriba, en el sopor de la tarde, entre los bultos de arroz y de harina, La Gorda lo comenzó a acariciar, ella había soñado ese momento muchas veces durante sus largas noches de soledad; lo fue desnudando poco a poco mientras le besaba la piel, siempre dueña de la situación.
Por su parte ella con dificultad también se quitaba la ropa.
A La Gorda le extrañó el tamaño desmesurado de su miembro, demasiado grande para su corta edad, tenia las genitales cubiertas por un pequeñísimo bello rubio, el estaba en pleno xiloteo, esto la excitó aún más.
Jacinto solo veía un mar de piel embravecido con un fuerte olor a pescado y no lo pensó mucho. Hundió su enorme quilla hasta lo más profundo de aquel mar sin horizontes, lo oyó bramar, La Gorda en ese preciso instante había dejado de tener el control de la situación, ella sintió lo mismo que sintió el mar rojo cuando Moisés con su báculo divino separo sus aguas, es cierto, Jacinto no tenia un báculo, pero tenía un gran separador de carnes que le servia exactamente para lo mismo, ahora el era capitán, el gran asesino de ballenas. A partir de ese momento el instinto de capitán de goleta ballenera lo acompañaría por el resto de sus días. Después de hundir su quilla, la sacaba hasta lo más alto de las crestas de las olas de piel y nuevamente arremetía hasta las profundidades ignotas de La Gorda, ella bufaba, bramaba y mordía.
Los compañeros de escuela de Jacinto lo vieron entrar, y al no verlo salir, solidarios hicieron guardia a la puerta de la tienda, y desde ahí oyeron los gritos desaforados de ella.
De repente Jacinto sintió hundirse sin remedio en las profundidades de ese mar de piel, mientras un torrente de liquido ardiente se le escapaba de las entrañas dejándolo sin aliento; la ballena, herida de muerte, alcanzo a dar su ultimo coletazo lanzando fuera de sus brazos a Jacinto, después se dio media vuelta y comenzó a roncar.
Jacinto empapado en sudor, busco su ropa y se vistió. Con un costal de arroz vacío se froto sus genitales para quitarse el fuerte tufo a sexo, todavía con la conciencia obnubilada, sintiendo las rodillas temblarle y agarrándose de las paredes, bajo las escaleras, afuera sus compas esperaban.
--¿Qué paso, que le hiciste, como estuvo?-- le preguntaron.
--La "arponie''-- les dijo, mientras iniciaba un trote ligero rumbo a su casa, para cumplir con sus tareas cotidianas.
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