Si una tortuga recorre cada instante
la mitad de la distancia
que la separa de la lechuga,
entonces, nunca llegará a tocarla.
Zenón de Elea
Jacobo José supo que moriría cuando ya no pudo avanzar ni un solo milímetro más dentro de la matriz de su madre, ella acababa de morir. Así fue, como en brazos de la muerte llegó el Jacobo al mundo. La partera al ver que la mujer había fallecido, tiró duro del niño, arrancándolo de esas entrañas ya inertes, y a la vez también lo arrancó de los brazos de la muerte.
Pero para Jacobo la aventura no acabó ahí, ya que él sería llamado a ser el único hombre que no sólo vería a la muerte dos veces, sino que la miraría eternamente. Al verlo así tan quietecito ella no quiso llevárselo, la verdad sea dicha, y esa verdad es que el Jacobito nunca nació.
---Fíjate bien en mí, nunca me olvides, algún día regresare por ti--- le dijo. El niño vio a una elegante dama vestida de negro y se grabó su rostro en un lugar recóndito de la conciencia para siempre.
---Te voy a esperar, pero, pensándolo bien, es mejor irme contigo ahora, no hay razón para quedarme, no tiene caso quedarme solo en el mundo, sin madre y sin parientes.
La partera nunca se pudo explicar como revivió aquel niño, pero ella no estaba para explicarse los partos, sino para ayudar en ellos. Por un tiempo platicó de un muchacho nacido muerto y que ahora vivía normalmente.
El Jacobito José, aún con todas las posibilidades en contra, sobrevivió. No tenía nada de dónde agarrarse a esta vida. Siempre fue un suicida, sin embargo, en cada trance en que se metía salía fortalecido. Tenía dos años cuando se tragó una canica, los médicos pensaron que como mínimo iba a quedar imbecil, pero no fue así; tiempo después se arrojó a un carro, pero sus huesos sanaron prontamente y se volvió más fuerte. Lo que él buscaba en el fondo de su alma era a la muerte, fue un niño de orfanato, un niño de albergues, un niño criado en las calles, criado al puro amparo de Dios, así que ya se imaginaran.
Cuando tenía trece años se coló a una corrida de toros, él no era otra cosa más que un muchacho chamagoso donde la mugre asentaba sus reales, alto y delgado, más su presencia dejaba entrever una cierta fortaleza interna. La plaza estaba repleta, pero él encontró acomodo en la escalera hasta mero arriba a un lado del tendido de sol y ahí se sentó a ver la lidia. Brincaba y gritaba "ole" a la par del publico, un extraño sudor le mojaba la camisa, como si algo, aquello que le había hecho tragarse la canica y arrojarse al carro estuviera también en ese coso. En la lidia del ultimo toro, la figura estelar del toreo mundial fue cornado aparatosa y mortalmente poco antes de tirarse a matar. Mientras todas las cuadrillas y monosabios se llevaban al matador moribundo a la enfermería, el Jacobito se soltó corriendo escaleras abajo rumbo al ruedo, jalado por aquello que lo hacía temerario. Al llegar a la barrera la brincó y cayo rodando por la arena, mientras se quitaba a toda prisa su raída camisa roja para usarla de capote. Esperó de rodillas aquel toro negro asesino para dar el primero de muchos pases que daría en su vida, después se puso de pie y le dio varios lances, en uno de ellos el pitón del toro le dejó marcado arriba del ombligo un verdugón. La gente estaba por un lado conmovida por la cornada del torero y por el otro alucinada con el portento de muchacho. El Jacobo tomó la espada del matador tirada en la arena, y sin pensarlo mucho se tiro a matarlo y le colocó soberbia estocada en todo lo alto, el toro negro alcanzó a topearlo, pero ya tenía la espada atravesándole el corazón. Poco tiempo después se anunció el fallecimiento del torero, en aquella plaza había un diestro muerto y un muchacho desmayado en medio del foso. Pero también de ésta el Jacobo saldría fortalecido.
Aquel niño nacido muerto no había sido más que una hilacha en el mundo, sin embargo a la corta edad de quince años se convirtió en novillero, a los dieciséis era matador de toros, y de ahí para adelante todo fue triunfos y cornadas. La gente sospechaba de un pacto con el diablo, pero eso no era cierto... él era el ahijado de la muerte.
Se caso, y por primera vez en su vida supo del amor humano, amor de mujer, amor de madre, no en él, sino en sus hijos, en el cariño que su esposa les prodigaba a ellos, y comenzó a gustarle la vida y a disgustarle la muerte. Una tarde de domingo, justo cuando acababa de cumplir veintitrés años, mientras toreaba, pudo ver de nueva cuenta aquel rostro que tuviera perdido por tan largo tiempo en su conciencia.
A mitad del tendido de sol, aquella señora de negro, estaba tal y como él la había visto a la hora de su nacimiento. Quiso escapar de ella, pero al instante comprendió todo lo que la amaba y entonces ya no le importó nada, y no sólo no huyó del toro, sino por el contrario, corrió a encontrarlo sin muleta ni espada.
El burel lo levantó impresionantemente por los aires y al momento de caer le machacó la cabeza contra la arena causándole una fractura de cráneo. Él ya no estaba para estos trotes, quería reunirse con aquella a la que tanto tiempo inconscientemente había esperado. Cuando la tuvo cerca le dijo:
---Abrázame.
---Yo no puedo abrazarte, me está prohibido, ¿acaso no has comprendido en todo este tiempo vivido, que no puedo llevarte porque tu aún no has nacido?, fue la partera quien te dio la vida, es ella quien ha de llevarte, pero a ella hace tiempo me la llevé. De veras, no puedo hacer nada por ti. Sólo puedo mirarte eternamente y estoy condenada a eso por aquel error cometido, tan solo por haberte tenido poquita compasión.
Aún hoy, el Jacobo José trata de abrazar inútilmente a la muerte, pero sólo consigue reducir a la mitad la distancia entre los dos, ambos se encuentran perdidos para siempre en la geometría del punto... cada vez más juntos.
EPITAFIO:
Aquí yacen los restos mortales
Del único hombre que no nació
Sin embargo vivió
Y aún no ha muerto