Sucedió en Ciudad Juárez. Durante la revolución, las huestes villistas habían capturado a un mayor de las fuerzas leales a Porfirio Díaz; enseguida se lo llevaron a presentar en calidad de prisionero al general en jefe de las tropas insurrectas, acantonadas en esa plaza militar.
---Mi general, aquí le traemos este pelón, nos lo encontramos desbalagao allá por el rumbo de San Lorenzo; pa' lo que usted sirva mandar.
El general lo miró detenidamente de arriba a abajo por unos instantes, luego, sin más consideración para el prisionero ordenó:
---Afusilenlo al alba.
Corrían los primeros días del mes de enero, la madrugada blanca cubierta de escarcha y el frío pertinaz hacían temblar al pelotón de fusilamiento. La tropa revolucionaria, aunque abrigada, se frotaba las manos ateridas de frío, pero el prisionero en capilla no temblaba; ni la fría mañana, ni la fría muerte que ya lo rondaba le provocaban el más mínimo temblor. De una de las bolsas del uniforme sacó un liacho de tabaco y unas hojas de mazorca de maíz y se dispuso a forjar un cigarro, luego lo prendió y empezó a fumárselo a grandes bocanadas, con calma y paciencia infinitas. El pulso del prisionero seguía siendo firme.
El general en jefe, por casualidad, se encontraba cerca de la escena, calentándose en una de las muchas hogueras del campamento. Observaba con curiosidad al sentenciado, mientras ingería a pequeños sorbos una taza de café caliente.
El pelotón de fusilamiento era comandado por un cabo segundo.
---Mayor ¿cuál es su última voluntad? ---pregunto el cabo al prisionero, él sólo se limito a sonreír y encogerse de hombros.
---Atención, pelotón: preparen, apunten... ---grito el cabo.
El general desde su lugar junto a la hoguera intervino:
---¡Alto a la ejecución, firmes!
Lentamente se acercó, el condenado seguía impávido fumando su cigarro de hoja con las espaldas pegadas a una pared de adobe. Lo volvió a mirar de arriba abajo y sin más, le dijo:
---Mi mayor, es usted muy hombrecito, es usted de esos que no le tienen miedo a la muerte y esos, créamelo mi mayor, andan muy escasos.
El mayor se quitó el cigarro de los labios y una gran bocanada de humo revuelta con vapor de agua salió de su boca, enseguida el mayor respondió:
---Usted no sabe cuanto miedo le tengo a morir mi general, pero usted ayer ordenó mi fusilamiento y yo me dije muerto estoy, no tiene caso perder la calma, si de todos modos me van a entrar las balas. Si usted hubiera dicho, a lo mejor lo afusilo, entonces ahorita la cosa fuera muy diferente.
El general meditó unos instantes, se rascó la cabeza, metió una mano al bolsillo, sacó una moneda de oro de las de a dos pesos, la tendió al prisionero y le dijo:
---Ah que mi mayor, si será usted chistosito. Pero ándele, lance la moneda, si cae águila usted se salva, pero si cae sello, pues entonces lo afusilo, eso no tiene vuelta de hoja.
El general alcanzó a ver un ligero temblor en la mano derecha del mayor, justo cuando aprisionaba la moneda con la uña del dedo gordo y el índice:
---Era la fría incertidumbre de la muerte, que poco a poco se iba apoderando de la voluntad del mayor ---pensó el general.