Nadie los vio llegar, al principio llegaron de uno en uno, llegaron imperceptiblemente y se fueron acomodando en la gran urbe como pudieron. Hasta que por fin llenaron todo y no hubo rincón exento de ellos, entonces llegaban en parvadas, a plena luz del día o cuando se les antojaba. Se volvieron descarados y prepotentes, pues se sabían los dueños de la gran ciudad, es decir, se volvieron mayoría.
Ni las profecías ni los antiguos códices Aztecas la mencionan siquiera, esta tribu llego sin invitación, sin anuncios ni premoniciones, se asentó y tomó sus reales en el valle del Anáhuac en pleno siglo veinte. La octava tribu de Aztlán, la última, la gran tribu de los Imecas, cuyos guerreros son del color del hollín y saben a hollín, aguerridos como ellos solos, para serle fiel a la tradición de tantos siglos de luchas.
Pero al igual que las pasadas siete tribus, su destino era desaparecer, las otras tribus fueron barridas, contaminadas o absorbidas para dar origen a las hordas de nacos chilangos que pululan en el D.F.
En un día de contingencia ambiental sin precedentes, reunidos en gran asamblea plenaria, la tribu de los Imecas decidió por mayoría absoluta abandonar el Distrito Federal: --estamos hartos de tanto chilango--.
Según dijeron, la mayoría se fue a vivir al Popocatepetl, otros se fueron de braceros y se acomodaron en las grandes urbes de California y Texas y en otros estados de la Unión, algunos se fueron a Monterrey y Guadalajara. Pero como en las mejores familias, hubo uno y solo uno que no acató la decisión mayoritaria de la asamblea y se quedó en la gran urbe, instalandose en la mera mitad de la megalópolis, justo sobre el ángel de la independencia, no sin antes tragarselo.
Una burbuja del más puro grafito y dimensiones colosales sustituyó al ángel. Desde entonces el Distrito Federal fue la región mas transparente, para que se cumplieran las profecías de uno de sus visionarios.
Por un tiempo los chilangos vivieron felices, pero al cabo de un tiempo les empezó a ganar la nostalgia, empezaron a llorar por el mal perdido, el aire diáfano no era para ellos y siguieron quemando gasolina a destajo y al ver que no conseguían enturbiar el aire ni siquiera tantito comenzaron a quemar miles y miles de llantas y chapopote. Sin embargo, el aire seguía incólume, incluso lo exportaban a otras ciudades y no hubo en todo el mundo aire más puro que el de la Ciudad de México.
Todo el smog producido se iba reconcentrando a nivel molecular en la gran burbuja, violando la segunda ley de la termodinámica, la claridad del aire era directamente proporcional a la presión de la burbuja, y así, día tras día, hasta que llego el momento que aquel cascarón recalentado por tanto smog acumulado explotó, podrás violar las leyes divinas pero cuidado con las físicas. Durante días llovió mierda sobre mierda. Aquel valle del Anáhuac se convirtió en lo que siempre había sido y desde entonces cayó la noche eterna, sin siquiera una estrella que alumbre.